discurso por las estatuas



Azael Rodríguez




Puestas a escoger, las estatuas son partidarias de callar con elocuencia
en una placita solariega en las afueras del verano,

donde puedan vigilar muy de cerca a las palomas.
Donde el mediodía despliegue su asamblea de luciérnagas
y su voz de bronce se propague por la retórica intemperie.

Desde su virtuosa altura y con unánime peinado
perfeccionan un sentido de la importancia casi enfermizo
─cuyas primeras señales brotaron en la más tierna pubertad─
mientras observan a las nubes tallar esculturas rápidas en contra de la
tarde.

Pero jamás se desalientan.
Han olvidado la pasión por respirar
pero aún las emocionan los suspiros
y perciben la trascendencia de la pausa en los momentos claves del
discurso.

Sólo al vértigo le temen.
Si hondamente el abismo los reclama
─atrapado en la memoria el estómago remoto─
no pueden evitar que se les ponga la carne de gallina.

Los crepúsculos, en general, transcurren sin mayores novedades.
Luego, como un campanazo, cae el resto de la noche.

Y en el parque solitario, albado apenas por la luna,
los héroes cincelan un silencio con vistosos ademanes,
o defienden, espada en ristre, la honra de la patria
en las horas más indecorosas y sin el público apropiado

(En una espesura trufada de efigies honorables
para ti desembarqué una vez mi amor desapacible,
mientras mis manos y tus besos un conocido prócer censuraba).

A pesar de su soledad, que nos parece permanente,
las estatuas habitan las plazuelas con civismo infatigable,
sin más adorno que la urbanidad profesional de sus saludos
(las estatuas fueron finísimas personas)

Que no quepa la menor duda:
las estatuas llegarían a las manos si fuera necesario.

(No descarte nadie su cólera jurídica
cuando la nación vea su decoro mancillado).

Las estatuas siempre tienen presente su pasado
y la vida no les parece una grave paradoja,
sino una formalidad que tiende al hemiciclo.

Y sólo las palomas conocen
el friolento corazón de las estatuas